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CHARRIS. Charris en Tikilandia

Galería My Name’s Lolita Art. Madrid. Septiembre 2016.

 

La nueva serie de Charris –Los mares del Tiki– lo ha llevado a las islas y playas soleadas del Pacífico –Hawai, la Polinesia francesa, Nueva Zelanda– pero también a esa otra imagen tras el espejo del Paraíso que fue la cultura tiki, que desde América se extendió tras la segunda guerra mundial por todo Occidente, desperdigándose en forma de bares tropicales y moteles de remota inspiración isleña, que, mezclado con el movimiento moderno sirvió un cóctel de primitivismo, kitsch, optimismo y erótica, a un mundo devastado por el lado oscuro.

En el imaginario occidental los mares del sur están unidos a la idea del Edén, una nueva Arcadia, un lugar donde sus habitantes viven una vida sencilla en comunión con la naturaleza. Desde Melville a Stevenson, de Jack London a Gauguin, del Tabú de Murnau al musical Al sur del Pacífico o las películas de Elvis Presley, aquellas islas lejanas han ido creando un objeto de deseo en torno a la fuga de la civilización y de las complicaciones de la vida moderna. Un espejismo de ocio, sensualidad y relajo, que tiene su versión más doméstica en la idea de la playa, y que ha sido abundantemente explotada por la industria del turismo de masas.

En esta exposición conviven lo puramente real con lo aportado por la iconografía de lo paradisiaco, lo auténtico con lo falso, lo exótico y lo cotidiano, en imágenes que siguen presentando esa multiplicidad de capas y significados marca de la casa, donde se cuelan la actualidad, la reflexión y la ironía, tamizado todo por la luz y el espíritu de la Pintura.

 

Charris en Tikilandia

Sema D’Acosta

Era de esperar que tarde o temprano, Ángel Mateo Charris (Cartagena, Murcia, 1962) terminase en las islas del Pacífico, al otro lado del mundo. Para un artista que se nutre de lo vivencial y cuya obra suma capas y capas de viaje, la realidad siempre es un buen pretexto para confirmar ideas preconcebidas sobre un tema de trabajo. Ir a cada rincón del planeta no es fundamental -y a veces incluso resulta contraproducente a la par que decepcionante-, pero ayuda a entender el modo en el que se edifica la representación canónica de un lugar. Sin poder evitarlo, las cosas siempre acaban siendo lo que creemos que son, por eso nos resulta más cómodo funcionar en base a simplificaciones. En este caso, la gente espera que la Polinesia parangone aquello que tiene en su cabeza y ha interiorizado a partir de las postales. O sea, representaciones complacientes de un enclave sublimado, espejismos que hacen que hoy tenga más peso el imaginario común que aquello que contemplamos con nuestros propios ojos. Tanto, que sin darnos cuenta situamos el tópico por encima de la verdad empírica de las cosas o amoldamos la realidad a lo que nos han impuesto de antemano que debe ser.

En respuesta a esta impostura de lo meta-real, a esta pasividad del espectador conformista que confía en el apego al arquetipo fácil que no requiere mayor complicación, Charris elabora con su pintura una estrategia de sedición que acaba calando en el observador inteligente. Su obra, silente y aparentemente inocua, crea un sutil aparataje visual que denuncia desde la seducción estas falsas utopías, anegando de incógnitas una narrativa pródiga en recursos ambiguos y situaciones paradójicas. La cuestión es pensar pintando o pintar pensando, no parar de mover los engranajes de este palíndromo de ida y vuelta que posibilita buscar motivos para seguir navegando. En eso es incansable y pertinaz. En más de treinta años de trayectoria desde que comenzara a mediados de los años ochenta del siglo pasado, se ha adentrado por territorios muy diferentes; desde el curso del río Níger en Mali (Tubabus en Tongorongo. Cartagena, 2001) hasta los hielos del Ártico o las nieves del Kilimanjaro (Blanco. Madrid, Cádiz, 2003). El recorrido puede ser literal o figurado, tanto da, lo esencial es tener una senda que seguir en cada momento, dar pasos y cosechar estímulos que posean sentido dentro de la historia. Charris no es de simultanear tramas, prefiere meterse hasta el fondo en un asunto y hasta que no siente que ha exprimido sus posibilidades, no cesa. Cuando acaba… vuelta a empezar. Es un proceso de tensión y distensión, de absorción y vaciado. Estas travesías que entrecruzan vida y obra suele hacerlas también acompañado de amigos íntimos como el también pintor Gonzalo Sicre o el arquitecto Martín Lejárraga. Con el primero, ha rastreado la huella de Edward Hopper en Estados Unidos (Cape Cod / Cabo de Palos. Cartagena, Valencia, 1997-1998) y Leon Spilliaert en la Bélgica flamenca (Insomnio. Murcia, 2011). Con el segundo, ha colaborado en varios proyectos edificables que se concretaron en la exposición Piel de asno (Burgos, 2013).

Uno de los aspectos más interesantes que aborda Clement Greenberg en sus ensayos críticos es la aparición del kitsch, un reverso que germina en la época de las vanguardias históricas. “Donde hay vanguardia –dice-, generalmente encontramos también una retaguardia. Al mismo tiempo que entra en escena ésta, se produce en el Occidente industrial un segundo fenómeno cultural paralelo: eso que los alemanes han bautizado con el maravilloso nombre de kitsch, un arte y una literatura populares y comerciales con sus cromos, cubiertas de revista, ilustraciones, anuncios, publicaciones en papel satinado, cómics, música estilo Tin Pan Alley, bailes populares, películas de Hollywood, etc.”1 Para explicar su eclosión en las primeras décadas del siglo XX, Greenberg relaciona este fenómeno de masas con la alfabetización de los campesinos y pequeños burgueses que llegan a las ciudades tras la revolución industrial, gente poco preparada incapaz de acceder a la refinada cultura tradicional (ópera, conciertos, bellas artes…) que inventa un tipo de sucedáneo adecuado a su propio consumo para ocupar el tiempo de asueto. A partir de entonces, los valores estéticos empiezan a medirse con otro rasero, mezclándose de manera indiscriminada el arte culto promovido por las élites y su sustitutivo, incontroladas formas espontáneas generadas de forma barata en las calles destinadas a cubrir la demanda de un público nuevo ávido de distracciones.

Ángel Mateo Charris, ha optado siempre por nutrirse de este sustrato relativamente reciente, que ha configurado los cimientos de la civilización de la imagen en la que nos hallamos inmersos. Un número considerable de los protagonistas y escenarios de sus cuadros han salido de fragmentos rescatados de los años 30, 40, 50 ó 60 del siglo pasado. Al principio, tomaba referencias de revistas viejas o cualquier otro medio que lo conectara con este pasado, de ahí emergían personajes en actitudes enigmáticas que salpicaban sus obras de misterio. Luego, desde finales de los 90 con la proliferación de las cámaras digitales y la llegada de Internet, fue muchísimo más fácil escudriñar indicios. Lo importante no era el método de rastreo o el uso de tal o cual procedimiento, la clave debemos buscarla en esa actitud omnímoda generada por la cultura kitsch, capaz de regurgitar cualquier icono útil sin discrepar procedencia ni linaje. “El kitsch no se ha limitado a las ciudades donde nació, sino que se ha desparramado por el campo, fustigando a la cultura popular. Tampoco muestra consideración alguna hacia fronteras geográficas o nacionales. Es un producto en serie del industrialismo occidental, y como tal ha dado triunfalmente la vuelta al mundo, vaciando y desnaturalizando culturas autóctonas en un país colonial tras otro, hasta el punto de que está en camino de convertirse en una cultura universal, la primera de la Historia. En la actualidad, los nativos de China, al igual que los indios sudamericanos, los hindúes, o los polinesios, prefieren ya las cubiertas de las revistas, las secciones en huecograbado y las muchachas de los calendarios a los productos de su arte nativo. ¿Cómo explicar esta virulencia del kitsch, ese atractivo irresistible? Naturalmente, el kitsch, fabricado a máquina, puede venderse más barato que los artículos manuales de los nativos, y el prestigio de Occidente también ayuda; pero ¿por qué es el kitsch un artículo de exportación mucho más rentable que Rembrandt?”2 reflexiona y se pregunta Clement Greenberg en una fecha tan temprana como 1939.

El trabajo de Charris se alimenta de la memoria de una época no muy lejana que desvela un mundo en transición, el que transcurre entre el declive del imperialismo colonial y llega hasta los inicios de la globalización. De forma inequívoca las imágenes nos resultan más influyentes que las palabras, por eso estas representaciones descontextualizadas transmiten mejor emociones y sensaciones. El recuerdo y la evocación están hechos esencialmente de imágenes, un modo de remembranza que sirve de pórtico a los motivos que echamos de menos. El halo de la pintura las envuelve, además, de credibilidad. Si las viésemos directamente en la revista Life, catalizador junto con Hollywood y la publicidad de construir los mayores estereotipos sobre viajes y exotismo del siglo XX, veríamos la artificialidad del decorado y, de algún modo, nos sentiríamos ajenos a esos episodios de hace unas décadas. La industria de la imagen de masas en lugar de ayudar a potenciar las emociones, tienden a producirlas prefabricadas, provocando una visión acrítica, trivial y pasiva del mundo que se reduce a unos cuantos clichés fáciles de ajustar a una secuencia fotográfica o una escena cinematográfica. Esos patrones a la carta generan unos códigos visuales y semióticos que definen lo extraño en base a una permanente revisión de los tópicos, mayormente aplicando una mirada de superioridad y de falsa cercanía.

Con la pintura ocurre justo lo contrario: su atemporalidad requiere pausa y profundidad. Igualmente, permite agudizar la ironía. Su lectura es lenta y hay que detenerse a escrutar los detalles para desentrañar su sentido, que esconde estratos superpuestos como la excavación arqueológica de una ciudad milenaria. A veces lo sustancial, el motivo principal, está sepultado bajo la superficie y ha quedado enterrado por acontecimientos posteriores. En las series de Ángel Mateo Charris, un cuadro acaba siendo sólo la punta del iceberg, el final de algo, la objetualización de un proceso. ‘Los Mares del Tiki’ se inició en 2013 y se ha prolongado hasta la primavera de 2016, un ciclo que se ha cerrado con un grupo de pequeñas postales sobre tabla que llevan el dorso escrito y un sello estampado como si fuesen enviadas desde un hipotético confín llamado Tikilandia, el lugar imaginario donde ha estado el artista en los últimos tres años. Una vez han sido adquiridas por un comprador, se añade su nombre como si hubiesen sido remitidas a él. Los dos cuadros finales poseen un formato peculiar, son un par de inmensos tondos de dos metros de diámetro cada uno: Holywood, un paisaje de Tahití al que he incorporado el cartel de las colinas de Hollywood pero con una falta de ortografía a posta, para dejarlo en algo así como MaderaSagrada, un juego de palabras en inglés que ahonda en una contradicción al remitirnos a la sociedad del espectáculo que promueve el cine, mientras nos señala el respeto que merecen estos bosques polinesios. El otro, titulado Tabú, funciona como cierre metafórico; en primer término observamos un explorador (álter ego del artista) despidiéndose con la mano levantada como si estuviese saludando al espectador. La particularidad es que la mochila que porta en la espalda ha sido sustituida por un caballete/caja portátil como los que se usan para pintar al aire libre. Los indígenas del fondo están tomados de un fotograma de la película ‘Tabú’ (1931), dirigida por F. W. Murnau. El personaje principal forma parte de otro filme realizado en 2012 por el portugués Miguel Gomes, que posee el mismo nombre en homenaje al anterior. Aunque al igual que el argumento de Murnau habla de amores prohibidos y colonialismo, su singularidad es que está ambientada en África. Curiosamente, tabú es el término más universal proveniente del idioma polinesio, un vocablo que se ha incorporado a casi todas las lenguas con su sentido original; tal como confiesa el mismo Charris… “la única palabra que nos hemos traído del Paraíso es la de algo prohibido”. Como si se tratase de un juego de matrioskas rusas donde lo que precisamente no observamos es lo que da sentido al resultado, en su obra unos elementos van sosteniendo a otros hasta crear relaciones implícitas que no son apreciables a simple vista. Este entramado de ideas entrecruzadas funciona como una red invisible que da consistencia al discurso general del proyecto.

Cuando se adentra en una veta que le interesa, excava todo lo que puede. Su personalidad es calmada, no se altera con facilidad, pero su espíritu es curioso e inquieto. Realmente, Charris actúa como un investigador paciente que sin prisas ni hacer mucho ruido, se va impregnando de un contenido hasta hacerlo propio. En este caso, hasta se ha dejado crecer barba larga como un náufrago apartado en una isla perdida del Pacífico. Funciona de manera similar a un antropólogo, pero con la ventaja de provenir del mundo de la creación, una patente de corso que le permite libertades y licencias. En la fase previa, recopila información diversa y lee de forma obsesiva sobre el tema. Esta etapa supone un calentamiento hasta que se ponen las turbinas en marcha. Procura acometer estas empresas lejanas con sentido, sabiendo por donde anda pero sin un objetivo concreto. Lo mejor en estos lances es dejarse llevar. Realmente, es un gran pensador que escribe mucho y de manera continuada. Sus notas y apuntes, que se convierten en cuaderno de bitácora cuando viaja, son una compilación de experiencias e ideas que contienen infinidad de claves sobre su trabajo. En este bloc manuscrito que ha ido rellenando en los tiempos muertos del hotel o los trayectos en barco, transcribe frases leídas en libros, hace esquemas y mapas, dibuja a vuelapluma del natural, registra frases curiosas escuchadas al azar, desarrolla cuentos con y sin moraleja, expresa sensaciones… El objetivo es guardar retentiva de la expedición y aumentar el bagaje de recuerdos, un sustrato que luego germinará de algún modo en sus cuadros. En los emplazamientos que va visitando, de modo improvisado va tomando fotografías de aquello que por algún motivo le llama la atención. Su punto de vista es general, aséptico; en ocasiones distante. Parece un notario que registra localizaciones sin ningún rasgo característico, aspectos del paisaje o detalles de las plantas que luego utiliza como base o sostén de una acción inescrutable.

Su forma de pintar es suelta, con lejanos recuerdos  de Hopper. En los personajes, no se preocupa excesivamente de perfilar sus rostros, como si quisiera que estos seres anónimos que pueblan los lienzos no estuviesen concretados del todo. Esa indefinición transmite nostalgia e incertidumbre; no sabemos qué está ocurriendo ni que papel juegan los actores de la composición, pero hay algo en ellos que despierta nuestra atención. Al respecto de los fondos vegetales, se deja llevar a veces por la seducción del color de árboles y matorrales, del ritmo de la vegetación, permitiendo que asomen tonos suntuosos de hierba o de hojas del follaje. Un aspecto que maneja de forma magistral Charris es la capacidad para estratificar la profundidad del cuadro, estableciendo un recorrido claro desde la cercanía del primer término hasta los elementos más alejados, que un porcentaje muy alto de ocasiones acaban siendo cielos nublosos en distintas horas del día. La cuidada combinación de elementos hace que el espectador se adentre en la obra sin poder rehuir. Sus lienzos poseen algo cinematográfico, como de instante detenido. Nos sitúan en mitad de una historia que no conocemos y debemos imaginar. Su intriga nos atrapa lo suficiente para permanecer atentos y expectantes.

La atracción por las máscaras y las culturas primitivas, es un tema recurrente en su obra desde sus inicios. Confiesa al respecto: “cuando estuve la primera vez en Nueva York, allá por el año 88, una de las cosas que más le impresionaron fueron las colecciones de arte primitivo del Metropolitan. Es lo que tienen las influencias, que a veces te pillan cuando menos te lo esperas y cuando resultan menos oportunas. Siempre me han fascinado estas creaciones brutales y sintéticas, como en su día les ocurrió a los vanguardistas, y en numerosas ocasiones han aparecido en mi producción. Y sin saber cómo he empezado a hacer mis propias máscaras. Sin plan preconcebido ni pretensiones especiales.”3 Esta fascinación por lo ancestral y los pueblos no occidentalizados, eclosiona puntualmente en sus piezas. Ya no sólo aparecen máscaras, sino también cabezas de las isla de Pascua, los famosos moái de significado incierto, que pueden haber sido la puerta por la que el artista entra a los Mares del Sur. Es llamativo comprobar como en los diferentes archipiélagos de la Polinesia apenas existe patrimonio, casi todo es perecedero y reciente, son una raza de subsistencia. Esa característica inherente a sus condiciones de vida, conlleva que sean un pueblo con poca memoria que olvida con facilidad el pasado. La mayoría de sus estructuras se construyen en madera, un material transitorio expuesto a las inclemencias de un tiempo hostil donde son habituales ciclones y tifones. A excepción de los rostros monolíticos esculpidos en piedra por los Rapa Nui, poco más se conserva de esta envergadura. Sí nos han llegado estatuas de distintos tamaños y formas de aspecto humano, la mayoría talladas, que reciben el nombre de tikis. En la mitología polinesia, tiki es el primer hombre o dios creador, aunque su consideración cambia según el archipiélago o la zona. En general, representan espíritus protectores y pueden adaptarse según las circunstancias, desde petroglifos esculpidos en la roca hasta tatuajes en el cuerpo.

Su primer cuadro de esta serie es una felicitación navideña que se titula precisamente Merry Christmas (2013). En la imagen, contemplamos una vista melancólica de una piscina vacía en invierno mientras un muchacho, con camisa hawaiana y un gorro de Papa Noel, toca ensimismado una guitarra eléctrica. A partir de aquí, se empapa y mentaliza para peregrinar a Oceanía, lo ha hecho hasta en tres ocasiones en este periodo, y vivir una peripecia iniciática. Uno de sus fines es constatar hasta qué punto es cierta la mitología creada sobre el sitio. Como precisa Jaume Vidal Oliveras “en Charris, aventura, viaje y pintura se confunde y vienen a ser la misma cosa.”4 Le atrae sobremanera comprobar cómo es ese supuesto Paraíso donde personalidades como Paul Gauguin o Robert L. Stevenson terminaron atrapados en una especie de huida hacia delante o vuelta al origen. Allí comprueba que lo que nos llega es una sombra condicionada por el turismo y envuelta en lo que Occidente ha considerado que debe ser el exotismo, pero lejos de la realidad. Una de las cuestiones que más impresionó a Charris fue comprobar que, en general, una gran mayoría de los habitantes de las islas eran obesos, un perfil que no encaja con los atractivos patrones de cuerpos denifidos y raciales que nos exportan. Sin duda, en esa manipulación mucho han tenido que ver los Estados Unidos, que han tergiversado según su gusto y necesidad hasta crear una cultura paralela, inspirada sobre todo en ciertas tradiciones de Hawai, que denominaron Tiki y ha sustituido en nuestro imaginario al original.

La cultura tiki surge en un bar temático de Los Ángeles llamado Don The Beachcomber que abre Ernest Raymond Beaumont-Gantt en 1933. El dueño, un buscavidas y ex-contrabandista de alcohol durante la Ley Seca, había navegado por el Pacífico Sur y remeda a su manera, o inventa, todo aquello que le parecía identificativo de estos parajes tropicales. La ambientación del local sumaba música de ukalele y canciones populares de Tahití, antorchas de fuego, telas de colores llamativos estampadas con palmeras y cocoteros, muebles de mimbre o bambú, esculturas y máscaras… al entrar, te colocaban collares de flores, distribuían comidas inusuales con piña y coco… Lo que resultaba más éxitoso eran los cócteles, servidos en jarras con forma de tótem-tiki y adornados con una diminuta sombrilla de papel. Su ingrediente principal era el ron, la bebida de los puertos y los piratas. El bar ganó popularidad de inmediato, especialmente entre algunas celebridades de Hollywood. La gente acudía a evadirse y dejar atrás sus rutinas diarias rodeado de camareras guapas ligeras de ropa y continuas sonrisas. Al poco tiempo, se convirtió en un grupo de restaurantes de éxito que se extendió por el país en los años 40 y 50. Igual de rápido le salieron imitadores por doquier, el de mayor fama la cadena Trader Vic originaria de la Bahía de San Francisco. La cultura tiki cala de tal modo en la Norteamérica de mediados del siglo XX, que supone un estímulo integral que empapa distintas facetas de la vida cotidiana, desde la gastronomía hasta la arquitectura. Como ha ocurrido habitualmente, de aquí pasa tras la Segunda Guerra Mundial a otras partes del mundo. Uno de los lienzos más grandes y representativos de la serie es precisamente una imagen de este primer Beachcomber al que se le añaden máscaras del Museo del Quai Branly de París (Beachcomber, 2015). El punto de vista es muy cinematográfico, como si se tratase de un travelling de acercamiento a la escena que busca ubicar al espectador. Otras obras también adquieren este formato panorámico, facilitando la lectura de un lado a otro.

De entre estos cuadros horizontales, destacan algunos como Los saqueadores (2014). Sobre un paisaje de Nuku Hiva, la más grande de las islas Marquesas, el artista ha colocado esculturas del estudio de Brancusi y dos exploradores extemporáneos que cavilan ajenos a lo que está ocurriendo. La alusión al París de las vanguardias es evidente, sobre todo a la influencia que ejerce el museo del Trocadero en algunos de estos creadores que reniegan del academicismo y se vuelcan con el arte primitivo. Extraños en el Paraíso (2015) es una obra de mayor actualidad. Un chocante grupo de mujeres árabes con burka pasea de manera distendida por una playa de Bora Bora. Es sabido que algunos de los videos propagandísticos que distribuye el ISIS utilizan sugerentes imágenes de la Polinesia para recrear el Edén prometido. Los yihadistas acuden al imaginario de Occidente para ilustrar su mensaje, un contrasentido que desmonta su ortodoxia religiosa y la credibilidad de sus advertencias.

El furor por la estética tiki llegó a España en la década de los 70; primero la moda recaló en Barcelona, y luego se desparramó hacia abajo por la costa mediterránea. En Cartagena también hubo un bar de este tipo muy cerca del Palacio Consistorial, el Waikiki. Se inauguró en 1975 y ha estado abierto durante veinticinco años. Charris durante un tiempo, fue asiduo de este curioso pub, un rincón alegre donde le llamaba la atención lo bien conseguida que estaban algunas jarras con caras extrañas. Hace poco, ha descubierto que las hacía una empresa familiar de Toledo, Porcelanas Pavón, que tiene su fábrica en Borox y se ha especializado en este tipo de cerámica. Como utilizan procedimientos artesanales, se han convertido en un referente mundial que exporta la mayoría de su producción. Curiosidades de la globalización. En algunas pinturas estos peculiares vasos polinesios de Borox sirven de extraño atrezzo (En el ferry, 2015) y en otras toman máximo protagonismo (Vaso I y II, 2015).

Como deja patente un alargado lienzo vertical que presenta una máscara oxidada de un viejo hotel tiki… los Mares del Sur son hoy un fake, un engaño manifiesto. Para ser aceptado y tener más éxito, lo autóctono ha terminado imitando al simulacro, encontrado así un nicho de consumo que lo mantiene vivo y al mismo tiempo está destruyendo su idiosincrasia. La Naturaleza salvaje de aguas esmeralda y atolones de ensueño, ha sido sustituida de forma inevitable por los resort de lujo. En un mundo cada vez más mercantilista donde el tiempo de ocio se ha convertido en un negocio internacional, el Paraíso ha quedado reducido a un reclamo para ingresar dinero y embaucar turistas. Más que un Edén terrenal, se trata de su glorificación. El Paraíso como fingimiento del Paraíso.

1 Greenberg, C. ‘Vanguardia y Kitsch’. Arte y Cultura. Pg. 21. Editorial Paidós. Barcelona, 2011.

2 Ibidem. Pg. 24

3 Charris, A. M. ‘Una cuestión de suerte’. Pg. 60. Ediciones Vuela pluma. Cartagena, 2008.

4 Vidal Oliveras, J. ‘Volcanes que escupen pintura o el viaje a través del arte’. Catálogo Una de aventuras. Pg. 36. Murcia, 2014.

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